martes, 5 de abril de 2011

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Ignacio Farrés Iquino no era precisamente un intelectual, ni era un ejemplo de coherencia social, política o cultural. Era una verdadera máquina de hacer cine. Había iniciado su carrera como fotógrafo, y nunca había dejado de hacer cine, como director, como productor, como guionista, con los nombres que en cada momento le parecían más acertados o le resultaban más rentables: Ignacio F. Iquino, Ignacio Iquino, Iquino, Steve MacCohy, Steve McCohy, Prada-Iquino, John Wood. Le interesaba todo lo que fuera cinematográficamente viable y lucrativo (todo lo que pudiera interesar a los espectadores), con independencia de cualquier sutileza cualitativa. Trabajaba sin descanso. Y era propietario de un importante centro de operaciones (en la calle de la Diputación, 96-98), de los Estudios IFI (en la calle del Marqués del Duero, 106), y de IFISA (en el Paseo de Gracia, 46). Con Iquino, aquel hombre complejo y difícil, pero también práctico y creativo, conseguí entenderme. Para él no tenía importancia que yo fuera mejor autor o mejor actor. Le importaba, eso sí, que yo tuviera ideas y que mis ideas fuesen competitivas. Le prestaba la misma atención a un guión interesante, que a una interpretación interesante, que a una distribución interesante. Dejándome llevar por aquella forma de trabajar, acabé descubriendo que (como él) yo no sería nunca un especialista de nada, y sí, tal vez, un generalista. Por eso no dejaba de escribir, ni me alejaba de los rodajes, ni me cansaba de aprender. Y un día, en los Estudios IFI, sin previo aviso y sin saber por qué ni para qué, Iquino nos puso a Carmen Sevilla y a mí contra la pared, de un lado, del otro, de frente, abrazados, y nos hizo una improvisada prueba de fotogenia. Las fotos salieron bonitas, porque éramos jóvenes y bonitos. Pero sólo sirvieron para que yo las guardara como recuerdo. Y, de las que guardé, le mandé una a mi madre. Y mi madre no pudo contener el entusiasmo y se la enseñó a todas sus vecinas y amigas, diciéndoles que Carmen Sevilla y yo éramos novios. El escándalo fue considerable. Por un lado no faltaron los envidiosos y maliciosos; por otro, Carolina, la novia que me seguía esperando en la aldea de Toa, en Lanzarote, desde aquel lejano Jueves Santo, enfermó gravemente de desamor. Ni ella, ni sus padres, ni sus hermanos, podían aceptar por las buenas una falta de seriedad tan grande como la mía.