lunes, 4 de abril de 2011

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Nunca supe si fue por mis méritos o como propina por los servicios que le venía prestando a la dictadura. Pero lo cierto es que me nombraron a dedo maestro interino de la escuela de niños de Tahíche. Y digo escuela por decir alguna cosa. Pues se trataba de un cuarto triste, donde llorar podía ser más fácil que enseñar o que aprender, que en realidad pertenecía a la casa de piedra seca, medio en ruinas, donde vivía la maestra titular de las niñas, que nunca me saludó ni aceptó con agrado mi presencia. Pero fue allí, en el Tahíche pobre de entonces, y en aquel cuarto roto y deprimente, donde descubrí mi vocación de profesor y sentí por primera vez el placer de la enseñanza. El placer fue tanto, que todavía hoy guardo como una reliquia la lista manuscrita con los nombres y las edades de los niños que aprendieron alguna cosa conmigo, antes de que me trasladaran, también como maestro interino, a Los Valles. La escuelita de Los Valles era nueva y alegre, blanca, limpia, ventilada, llena de luz, junto a la ermita, en el fondo del bello barranco. Y, sin embargo, de allí no guardo sensaciones tan fuertes, ni tan agradables, como las que conservo de Tahíche... El mundo siguió dando vueltas, y un día, después de una larguísima ausencia, volví a Lanzarote. Subí a un taxi de lujo, en la parada del Puente de las Bolas, en Arrecife. El taxista, un gigante con bigote, me reconoció. Y, sin cualquier preámbulo, me preguntó si debía llevarme a La Villa. Le dije que sí, y para La Villa fuimos. Y al pasar por Tahíche, ahora lleno de casas blancas y bonitas, sucedió lo que tenía que suceder: el joven corpulento no pudo prolongar su intrigante silencio y me hizo saber que no me cobraría nada por el servicio, porque, al parecer, era mucho lo que me debía. De niño -me contó- él había sido la criatura más traviesa del mundo, hasta que, en cierta ocasión, siendo mi alumno, me hizo perder la paciencia y le di cuatro bofetadas. Y con aquellas escasas bofetadas se hizo un hombre de provecho, patrón de sí mismo, propietario feliz, de verdad, del coche que conducía... Otra vez, en Madrid, un joven melenudo tuvo la osadía de interrumpir la conferencia que yo pronunciaba en una escuela de periodismo. Quería que todos los presentes supieran que él era de Los Valles, un pueblecito de Lanzarote; que me conocía de oídas; que le gustaría darme un abrazo, allí mismo, en público, porque gracias a mí, que había sido maestro de su padre, el padre había aprendido a multiplicar, y, multiplicando, se había hecho rico... "Sin ese pequeño detalle -gritó- la historia hubiese sido otra, y yo nunca hubiera venido a la Península a estudiar lo que aquí estoy estudiando".