martes, 5 de abril de 2011

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Federico Maestre de San Juan, que también era director de Radio Cartagena, sabía mucho de música y de cine. Fue con él, más que con mi padre, con quien aprendí que la música es el arte que más se parece al alma, porque, como el alma, es la que más se siente y menos se ve. Aprendí esa lección oyendo lo que Federico decía sobre las grandes obras musicales que por sí solas se hicieron universales e inmortales (de todos y para siempre), pero también escuchando de cerca los conciertos de la Banda de Música del Departamento Marítimo. Aquella Banda maravillosa no tenía su sede en el Arsenal, pero iba al Arsenal con cierta regularidad para deleitar al almirante, de forma exclusiva (...), con la capacidad interpretativa de sus ochenta o noventa maestros. Lo que estoy recordando es una mezcla de belleza y de brutalidad. Pues, en aquel tiempo y en aquel lugar, la bonita Plaza de Armas se cerraba cada vez que había concierto, impidiendo el paso a todo ser viviente, para que sólo el almirante, desde su balcón de estilo colonial, pudiese descubrir la genialidad de creadores tan grandes como Mozart, Beethoven, Johann Sebastian Bach, o Albéniz. La excepción era yo. Y era, porque a mí me encargaban, antes de cada concierto, una especie de informe secreto, con las biografías de los autores y el significado de las músicas que el almirante iba a oír, para que las oyera con algún conocimiento de causa. Y además, a mí nadie me echaba de la Plaza de Armas, porque tenía que permanecer en la Ayudantía Mayor, y la Ayudantía Mayor funcionaba en el edificio que el almirante tenía enfrente del suyo. No me era permitido abrir la puerta del despacho, ni asomarme a la ventana, pero nada ni nadie me impedía recibir con emoción, por las rendijas, los sonidos que para el almirante no eran otra cosa que una simple disculpa para fumarse dos puros y beberse una botella de coñac.