martes, 5 de abril de 2011

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Pero llegaron el día y la hora de ir a la consulta del doctor Carrillo, el oculista que podía saber, o no, cómo devolverme la vista. Y fui solo, porque nadie pudo o quiso acompañarme. Desde la casa de mi tío Alberto, en el barrio de La Isleta, al Policlínico, en la calle de León y Castillo, cerca del Parque Doramas, había unos cuantos kilómetros de calles que seguían hasta mucho más allá, formadas por miles de edificios de todos los tamaños y colores. Y conseguí llegar de un lugar al otro sin preguntar nada a nadie, sin perderme en la ciudad que nunca había imaginado tan grande, y sin salir del asombro que me causaba tanta modernidad. Hasta los nombres eran modernos: Policlínico, en vez de Policlínica; estomatólogo, en vez de dentista; otorrinolaringólogo, para no tener que mencionar aquello tan desagradable de la garganta, la nariz y los oídos... Sin embargo, el doctor Carrillo era oculista, y quería seguir siendo oculista, y nada más que oculista. Y era tan buen oculista, que sólo tardó tres minutos y medio en saber lo que le pasaba a mi ojo derecho. Y, por alguna razón, tal vez de carácter científico, me dijo unas cuantas cosas que no supe valorar ni agradecer en aquel momento: que fuera a su clínica particular, en la plaza de San Bernardo, el miércoles por la mañana; que me iba a curar, sí; que la cura era difícil; que no me preocupara, porque al final todo saldría bien y él no iba a cobrar nada, ni de mí ni de nadie... Y el miércoles temprano, de nuevo sin ayudas ni acompañamientos, conseguí llegar hasta la plaza de San Bernardo, que me impresionó con sus árboles enormes y con sus casas que parecían traídas del Caribe. El doctor Carrillo me estaba esperando en la penumbra de su despacho silencioso. Me pidió que esperara un momento, se ausentó por una puerta lateral, y, en la habitación de al lado, donde había un quirófano, mantuvo una pequeña conversación con la enfermera. Pude oír que hablaban de mí: "Sí, es de Lanzarote, y parece mentira que haya venido solo". Pero enseguida me llamaron, me tendieron en la mesa de operaciones, me anestesiaron, me mantuvieron el ojo abierto con una especie de cuerda de reloj que no me dejaba parpadear, y me hicieron un injerto de placenta. Cuando dieron por terminada la operación y me vendaron bien vendado, también tuvieron que bajarme de la mesa y ponerme en pie, como si yo fuese de palo, porque me era imposible articular las extremidades.