martes, 5 de abril de 2011

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Llegué a la calle Talcahuano, en Villa Maderos, Buenos Aires, veinte años después de que hubiera muerto mi tío Perico. Y me fue difícil encontrar el número 1645, porque la alegre casita de madera que yo llevaba en mi memoria (de haberla visto mil veces en fotografías) había desaparecido. Pero insistí, busqué, pregunté, y llegué a la conclusión de que el número 1645 podía haber estado donde se encontraba un matorral que seguramente había sido un huerto o jardín. La chimenea de ladrillos rojos que aparecía por encima de la espesa vegetación me permitió tener esa esperanza. Y no me equivoqué. Levanté unas ramas, y debajo de las ramas descubrí una cancela de hierro oxidado, con un buzón estropeado en el que todavía quedaban restos del número mágico: 1645. Empujé, y, al empujar, la cancela hizo un ruido hiriente, chirriante, parecido a un quejido, que a su vez provocó un grito acatarrado, allá dentro, en el fondo de la casa que sí seguía existiendo, aunque deteriorada y húmeda. Quien gritó fue Ofelia, la viuda de Perico. Y lo que gritó fue mi nombre, al adivinar mi presencia. Ella sabía que en el mundo sólo quedaba una persona (yo) que pudiera empujar la cancela, algún día, tarde o temprano, de alguna forma, por alguna razón. Y llevaba décadas deseando que eso sucediera... Ofelia, por cierto, ya no era la mujer bonita que había salvado la vida de mi tío, evitando que la perdiera en un accidente de tren. Había engordado y envejecido, y vivía con su madre (una anciana de descendencia vasca que no paraba de hablar de Bilbao), sin el menor contacto con el mundo real. Con el sufrimiento y la pobreza habían aprendido a vivir como quien vive en la selva, o en una isla desierta, con lo que daba el huerto y con la ropa y los muebles del pasado. Pero (parecía mentira) sin perder del todo la razón, ni las buenas maneras, ni el respeto por ellas mismas. Y por eso, tal vez, la casita húmeda y triste se parecía a los museos que a veces se encuentran de forma inexplicable en lugares apartados que no tienen luz eléctrica, ni carreteras asfaltadas, ni teléfonos, ni salas de cine. En las paredes había centenares de fotos que recordaban los tiempos de mi niñez y de mi adolescencia. Fotos mías, de todos los tamaños y posturas, que yo mismo desconocía hasta entonces. Fotos de mi abuelo Pedro y de Mandrea, de mi madre y de mi padre, de Veremunda y de Andreíta, de la camella y del gato blanco y bonito, de la casa de Las Toscas, de la plaza, de la iglesia, de unos niños y unas niñas que ya se habían hecho hombres y mujeres, allá lejos, en la isla canaria que yo quería olvidar, y que ahora no podía olvidar. Y en la cómoda seguían guardadas, por riguroso orden de llegada, en sus sobres respectivos, todas las cartas que yo le había mandado a Perico, con todos los sueños que murieron cuando él murió. Y sobre la mesa redonda que separaba dos sillones desteñidos seguía intacto, como una reliquia, con el mismo lazo de seda azul, el tarro de perfume que mi madre le había mandado a Ofelia, de regalo, con el Perico que volvió para morir... Todo aquello era como si todo estuviese andando al revés. Como si no hubiese otro camino que el camino andado... Y cuando encontré fuerzas para despedirme sin llorar, Ofelia y la madre me pidieron un favor: que las retratara con mi bonita cámara Kodak. Y entonces, para retratarse, se peinaron un poco y se echaron por encima el medio litro de perfume del tarro en cuestión. Querían salir perfumadas en la foto, para que en España (como si la propia Argentina, Brasil y el resto del mundo no existieran) las recordaran siempre con admiración, simpatía y esperanza... España...