lunes, 4 de abril de 2011

0047

Volví a subir muchas veces, solo y pensativo, a lo más alto del castillo. Desde allí podía comprobar, una y otra vez, que el mundo era redondo y azul. El horizonte marino, a lo lejos, no era una línea recta, como decían algunos libros. Era curva. Perfectamente curva. La persona más alejada de mí era yo mismo, porque tendría que darle una vuelta completa a la Tierra para volver a encontrarme donde me encontraba. Ahora, cuando miraba hacia el norte, yo soñaba con Madrid y con la Puerta del Sol. Al sur seguía estando Buenos Aires, pero como si ya no estuviera, porque el recuerdo de Perico se había perdido en el olvido y la resignación. África, al este, no estaba lejos geográficamente, pero sí en los sentimientos. De África sólo llegaban el calor, el polvo en suspensión, y las langostas que a veces venían para comerse todo lo que fuera verde y vegetal, arruinando las cosechas y las esperanzas. Al oeste, muy al oeste, como si el oeste fuese algo inalcanzable, quedaban los sueños remotos: Cuba, Puerto Rico, México. Por alguna razón, tal vez por la potencia del viento enfurecido, desde lo alto del castillo yo no conseguía soñar sueños pequeños y cercanos. Casi nunca me acordaba de las islas vecinas, ni de ciudades importantes, capitales de provincia, como Santa Cruz de Tenerife o Las Palmas de Gran Canaria. Pero, después de una grave y dolorosa infección en el oído, fui perdiendo poco a poco el ángulo visual del ojo derecho, hasta quedarme ciego por ese lado. El doctor López Socas, oculista de Arrecife, leyó en mi presencia el libro más grande y más grueso que yo había visto, y después de leerlo, hoja por hoja, capítulo por capítulo, no consiguió saber en qué consistía exactamente mi dolencia, ni, mucho menos, adivinar el posible remedio. Y no se le ocurrió otra cosa que mandarme a Las Palmas de Gran Canaria, para que me viera un especialista.