lunes, 4 de abril de 2011

0048


Cuando intento recordarlo me pierdo en la oscuridad. Aquella fue la noche más oscura de mi vida. Todo era negro. El muelle de Arrecife era un muro de cemento negro, en forma de L invertida, castigado por las olas negras y brillantes. Mi padre me acompañó hasta la escalerilla del correíllo, un barco negro que recordaba el tráfico de esclavos, me dio un beso rápido y frío, me puso el dedo índice en la barriga, y me empujó con delicadeza hacia lo imprevisible, sin pronunciar palabra. Yo conseguí decirle adiós, adiós, adiós, dándole la espalda, levantando y moviendo el brazo, pero aquella despedida no sirvió para nada, porque los ruidos metálicos, el griterío, y el subir y bajar de cadenas, que acentuaban la idea de esclavitud, impedían oír los afectos. Subí, embarqué, bajé hasta la bodega de tercera clase, y me acurruqué donde pude, sin soltar la maleta, entre mujeres envueltas en mantas y pañoletas, hombres borrachos, niños llorando, gallinas vivas, cabras desinquietas, sacos de batatas, cajas de pescado seco y salado, paquetes de todos los tamaños y formas... La travesía fue sin escala en Puerto de Cabras. El correíllo se desvió por La Bocayna, dejando Fuerteventura a babor, y navegó hacia Gran Canaria por el mar abierto, hasta el amanecer. Con los bandazos de un costado a otro, y con los bruscos movimientos de proa a popa y de popa a proa, en la bodega de tercera clase todo se agitaba como en una coctelera. Las mujeres gritaban o rezaban. Los ancianos mareados parecían muertos. El charco de orines, vómitos y excrementos creció, subió, y no paró de salpicar a las personas, a los animales y a las cosas. Tardé semanas en quitarme de encima aquel olor de cloaca hermética. 
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