martes, 5 de abril de 2011

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Sin los efectos de la anestesia, mi dolor se hizo insoportable. Y, al levantarme la venda por primera vez frente al espejo, me horroricé. Pues tuve la certeza de que me habían sacado el ojo: de que ya no tenía ojo derecho. Pero los cuidados posteriores del doctor Carrillo, sus sabios consejos, y la evidencia de que la espantosa herida iba recobrando poco a poco la forma y la visión deseadas, me fueron tranquilizando. Era una cuestión de tiempo y paciencia. Y el tiempo, en una ciudad tan grande como Las Palmas de Gran Canaria, servía para descubrir casi todo lo que la vida me había ocultado hasta entonces. Andando por calles, plazas, playas y muelles, con mi ojo izquierdo me fui enterando de lo que era vivir de otra manera: la gente vestía como si todos los días fuesen días de fiesta; hombres y mujeres se saludaban dándose besitos en las mejillas; en la playa todos iban medio desnudos; en los bares había que dejar propina; muchas personas hablaban idiomas raros y extranjeros; en el Puerto de La Luz recalaban todos los días los barcos más grandes del mundo... Y, de la mano de mi tío Alberto, que conocía bien la vida nocturna, fui descubriendo cosas increíbles: mujeres perfumadas que se acostaban con cualquiera que les pagara cinco duros; bandidos que vendían en las esquinas relojes robados; familias enteras que robaban barcos para huir hacia América... Aquello de robar barcos y de huir hacia América ya había pasado por mi cabeza, en Lanzarote, como hipótesis. Pero ahora me parecía absurdo, porque no estaba seguro de que el continente americano pudiese tener alguna ciudad mejor que Las Palmas, para vivir... Para sacarme de mi engaño, y para que pudiera ver con mi ojo sano lo mal que mucha gente vivía en la ciudad que tanto me estaba gustando, mi tío me llevó una noche al Risco de San Nicolás, después de pasar por algunos bares oscuros y misteriosos. Subimos hasta lo más alto de la calle Milagro, que debía de llamarse Milagro por lo pendiente que era y por la pobreza que atravesaba. Y entramos en una casucha de dos cuartos, donde dos hermanos con sus respectivas familias disimulaban el pánico mientras terminaban de empaquetar las pocas cosas que se iban a llevar en el barquito que antes del amanecer tenían previsto robar en la playa de La Laja, para huir hacia Maracaibo, un lugar de la mítica Venezuela que habían soñado como un paraíso. Alberto abrazó y besó a todos con efusión, y, al que parecía el hermano mayor, que había sido su compañero en la batalla del Ebro, durante la guerra civil, le entregó un sobre con el dinero reunido por amigos anónimos. Y yo me quedé fascinado por lo que había visto y oído; por la valentía de aquella gente; por la grandeza y la originalidad del drama que podía dar sentido a la vida de cualquiera...