martes, 5 de abril de 2011

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Lorenzo Serrano (Serranito) vivía en un edificio blanco que sigue existiendo muy cerca de la otra cabecera del Viaducto 9 de Julho. Era como si el exiliado portugués (Galvão) y el exiliado español estuviesen unidos por un sólido puente de cemento. Serranito había nacido en Madrid, y era hijo de madrileños, pero se había criado en Lanzarote. Por eso se sentía tan español como canario, y tan canario como español. Físicamente se parecía mucho con mi padre, tal vez por las coincidencias que había entre ellos: de niños, los dos habían jugado juntos, porque fue con el padre de Lorenzo que mi padre inició sus estudios de música; y, de adultos, mi padre fue funcionario de Correos, del mismo modo que lo había sido el padre de Serranito. Sin embargo, todo lo demás había sido muy diferente entre la vida de Lorenzo Serrano y la vida de Maestro Domingo: mi padre nunca emigró, y Serranito se fue de Lanzarote desde joven, para hacerse masón y socialista; para ser cineasta y hacer muchas películas; para luchar por la República en la guerra civil; para huir de España por los trágicos caminos de Francia, Chile, Argentina y Brasil; y para ser cónsul general de la República Española en el Exilio, en São Paulo... Nunca pude conocer a un español que hubiese sufrido más que Lorenzo Serrano. Ni que fuese más alegre y solidario que Lorenzo Serrano. Ni que amase más a España y a las Islas Canarias que Lorenzo Serrano... No se cansaba de decirme dos cosas: "A España no hay que pedirle nada -hay que quererla", "Todo archipiélago es el resultado de un cataclismo -no esperes que las Islas Canarias sean otra cosa"... Como cónsul general (de verdad, como si la República Española todavía existiera, con pasaporte diplomático reconocido por las autoridades brasileñas) Lorenzo Serrano hacia más favores que nadie. Las miserias de los emigrantes y de los exiliados le partían el alma, y a veces le faltaba dinero para pagar el ron que lo mantenía vivo, porque se lo gastaba en ayudar al prójimo, fuese o no fuese de izquierdas, fuese o no fuese demócrata. Su pequeño apartamento, abarrotado de libros que hablaban de los desastres españoles y de los sueños de justicia y libertad, parecía una cueva de fanáticos dispuestos a dinamitar el mundo, pero en realidad era un espacio de fraternidad y de cultura, donde se amortiguaban los odios personales y regionales, y se enseñaba a servir cocico madrileño y a beber vino tinto en botas manchegas. Allí soñaban con la caída del dictador y con la vuelta de la democracia (con volver a España lo antes posible), pero nadie decía ni cómo ni cuándo. Increíble: tenían la razón y el deseo, y sin embargo seguían esperando como los que esperaban la lluvia en Lanzarote, o el milagro, en Santiago de Compostela. Debió de ser por eso, seguramente, que pocos saben hoy, en la España de las Autonomías, quién fue Lorenzo Serrano. Para saberlo hay que ir a la Cinemateca Brasileira, en São Paulo, o a la tranquila y bella ciudad de Lucélia, en el interior paulista, donde Serranito rodó Homem sem paz.