martes, 5 de abril de 2011

0056

Llegamos a Cádiz después de tres días enteros de navegación. Y, a primera vista, ni el puerto ni la ciudad me gustaron, porque no eran lo que yo había imaginado. Tuve la impresión de que habíamos navegado hacia el sur; de que algo estaba equivocado. Pero, como nos encontrábamos de paso, le quité importancia a mi propia decepción, y le propuse a Salvador de la Cruz que dejásemos de lado las emociones, que no nos iban a servir para nada, y que tratásemos de ser prácticos y puntuales, "como las personas que triunfan en la vida". Con aquel discurso mío, un poco arrogante, yo no estaba haciendo otra cosa que repetir lo que mi padre me había dicho muchas veces: que, de alguna manera, había que ser como los peninsulares, que sólo pensaban en ellos, y que sólo hacían lo que les convenía, y que por eso se quedaban siempre con los mejores empleos; que, "como los ingleses", había que ser siempre puntuales, sin adelantarse ni atrasarse jamás, para no perder tiempo ni hacérselo perder a los demás. Siendo de Lanzarote, y habiendo vivido siempre en Lanzarote, donde el tiempo era la única cosa que sobraba, mi padre parecía contradecirse con su fanática idea de la puntualidad. Controlaba las horas, los minutos y los segundos como si tuviese miedo de que la existencia se le escapara. Y tal vez por eso me regaló el primer reloj de pulsera que tuve la suerte de poseer: el Cauny que me colocó en la muñeca minutos antes de verme salir hacia la Península; el mismo Cauny que en el muelle de Cádiz me servía para decirle a Salvador de la Cruz que teníamos 5 horas y 37 minutos para llegar del puerto a la estación del tren, pero no para saber cómo podríamos ir de un lugar al otro. Con tantas horas y minutos, y con las maletas de madera, grandes y pesadas, la ciudad hostil, llena de gente habladora y poco respetuosa, donde todo parecía falso e improvisado, se nos hizo insoportable. Los alrededores de la Plaza de España, con tantos puestos callejeros de pescado frito, y con tantos limpiabotas ocupando las aceras, nos asustaron. Y, asustados, tristes, callados, cansados, nos fuimos acercando poco a poco a la estación de la RENFE. Cuando nos dimos cuenta ya estábamos allí, mucho antes de que el tren saliera. En un papel que nos habían dado en el Cabildo de Lanzarote (una especie de hoja de ruta) decía que teníamos que viajar en un tren que saldría a las tres y treinta y siete minutos de la tarde, en punto. Ni a las 15:30, ni a las 15:35, ni a las 15:40, por ejemplo, sino a las 15:37, como si los horarios de los ferrocarriles estuviesen programados de acuerdo con la meticulosa puntualidad de mi padre. Y como eran las 14:42 cuando llegamos a la estación, podíamos decir que estábamos siendo prudentes. Pues teníamos casi una hora para no perdernos: para estudiar con calma el laberinto de taquillas, puertas, escaleras y andenes. Eso hicimos, y haciendo eso descubrimos que el tren de las 15:37 ya se había ido, por alguna razón que nadie supo explicarnos. El disgusto no nos mató allí mismo, de golpe, porque enseguida supimos que a las 18:37 saldría otro tren, que, como el que perdimos, también podría llevarnos hasta Alcázar de San Juan. Esperamos. Y, mientras esperábamos recostados sobre las maletas, cansados y sin comer, nos quedamos dormidos. Dormidos hasta las 18:05, cuando el tren de las 18:37 también se había ido... Sólo entonces, después de tanto sufrimiento, conseguimos saber el motivo por el que los trenes estaban saliendo tan adelantados aquel día. Salían con una hora justa de adelanto, porque todos los relojes de Cádiz marcaban una hora más que el mío... Para no perder el último tren, que salía a las 21:37, renuncié para siempre a la hora de atraso de Canarias, y procuré ser puntual, hasta hoy, aceptando con resignación los diversos horarios del mundo adelantado. Manipulando por primera vez las manecillas del Cauny, yo cancelé la cuenta de las horas que había vivido hasta entonces. Eliminé el tiempo pasado y empecé a contar de otra manera las horas del futuro.