lunes, 4 de abril de 2011

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El pueblo se llenó de negocios: cantinas, tabernas, bares, lonjas, tiendas, bazares. Con nombres diferentes, y sin nada que vender, y sin nadie que pudiera comprar alguna cosa útil o necesaria, en realidad eran pequeños establecimientos, miserables y oscuros, en los que, al final, se acababa despachando vino ruin y barato a los hombres sin ocupación y sin dinero. Establecimientos que desaparecían con la misma facilidad con que aparecían, porque eran inviables: porque fiaban lo que despachaban; o porque los dueños eran los primeros en emborracharse, solos o acompañados; o porque los clientes permanecían días enteros jugando a las cartas, fumando, escupiendo en el suelo, yendo al retrete, pidiendo agua fresca, sin gastar una peseta... Con los negocios de Severa, y con la clientela femenina, las cosas iban por el mismo camino: el restaurante que servía huevos fritos dejó de existir cuando se fueron los soldados; y en la tienda que vendía de todo ya no entraban las mujeres, porque la dueña dejó de fiar. La crisis era tan grande y profunda que la dignidad de las personas se vio gravemente afectada. Dejó de ser un escándalo la embriaguez pública de los hombres más serios y respetables. La extrema pobreza dejó de avergonzar a las madres y esposas que salían a la calle desesperadas, en busca de alimentos, y volvían a sus casas con sus sacas vacías, dobladas bajo el brazo, después de deambular de un lado para otro como sonámbulas.