lunes, 4 de abril de 2011

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"Dime cómo hablas y te diré quién eres". Esa frase, escrita por mi padre en una de sus viejas libretas, me hizo pensar en lo más profundo del alma canaria. Los canarios no hablábamos bien el español de los peninsulares. Hablábamos "cantando" o "como aplatanados", según decían ellos. Y no sabíamos pronunciar la ce ni la zeta. En vez de tristeza o lección, por ejemplo, decíamos tristesa y lecsión. Ese defecto era una desventaja cuando se trataba de utilizar en público el idioma supuestamente común. Y la desventaja imprimía carácter. Un peninsular entraba en un bar y ordenaba que le pusieran una cerveza. Para decir lo mismo, en igual circunstancia, un canario preguntaba si le podían poner una cerveza. La falta de firmeza también se notaba en los diminutivos. Sin que importaran la edad o el respeto debido, muchos canarios seguían llamándose Juanito, Antoñito, Encarnita, Manuelita, Pepito, Pedrito, Paquito, para siempre. Las "niñas de don Eligio" eran dos hermanas solteras, de más de sesenta años de edad, que vivían en la misma casa de la escuela. Pero lo más llamativo de nuestra forma de hablar estaba en que hablábamos en negativo. Para decir que la fiesta estuvo bien decíamos que no estuvo mal. Para decir que alguien sabía mucho decíamos que no sabía poco, no. Con un escaso vocabulario, y con esa forma negativa de decir las cosas, los lanzaroteños (los "conejeros") hablaban sobre todo del pasado difícil, de los que habían muerto, de sus enfermedades, del mal tiempo, de la falta de lluvia, de los emigrantes, de América, y de barcos. Y, hablando de barcos, empezaron a conversar cada vez más, y de forma más seria, de un secreto inquietante: de la posibilidad de huir de la pobreza, yéndose a Venezuela clandestinamente, en barquitos de pesca robados...