lunes, 4 de abril de 2011

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Sin Dios, sin escuela, y sin ningún interés por los números, empecé a interesarme por las palabras. Descubrí por casualidad, en un montón de libretas escondidas entre libros gruesos, que mi padre era poeta; que había escrito maravillas durante toda su vida, sin que nadie lo supiera, y sin nunca jamás publicar un verso. Fue una descubierta sorprendente, inesperada, que me desvió por caminos nuevos, fantásticos, que antes no había recorrido ni imaginado. Con pocas palabras, las poesías bien medidas y rimadas de mi padre decían más cosas que cualquier sermón aprendido de memoria. Con una sola palabra se podían decir más cosas que con mil imágenes. Al contrario que los números, que eran exactos e indiscutibles, las palabras eran polivalentes, adaptables, flexibles, tolerantes y sugerentes. Los números servían para medir. Las palabras servían para vivir. Y no era verdad, no, que todo lo que Maestro Domingo sabía lo había aprendido estudiando en el seminario. En realidad lo había aprendido desmontando y recomponiendo palabras: dedicándose desde muy joven a destapar los secretos que ocultaba cada una de las palabras de la enciclopedia de 100 tomos que tenía en su despacho, a sus espaldas. En aquella enciclopedia, y por riguroso orden alfabético, se podía encontrar todo el conocimiento acumulado por la humanidad durante siglos. Maestro Domingo sabía todo sobre París, por ejemplo, sin nunca haber salido de las Islas Canarias, porque la palabra París estaba perfectamente abierta, expuesta y explicada en el capítulo P de su monumental enciclopedia. A mí, qué quieren que les diga, el remordimiento por haber abandonado la escuela pública dejó de atormentarme.