lunes, 4 de abril de 2011

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Cuando mi tío Antonio, el marido de mi tía Antonia, emigró para la Argentina, dejó atrás, como tantos otros, una casa, una mujer, dos hijos y una hija. Y, como era un hombre serio pero de pocas palabras, durante los quince años que permaneció en Buenos Aires nunca escribió una carta, pero sí le mandó a la familia algún dinero, puntualmente, al final de cada mes. Y un sábado cualquiera, sin previo aviso, después de tanto tiempo, regresó a Lanzarote y a la Villa de Teguise. Cansado y con la maleta a cuestas llegó hasta la puerta de su antigua casa, con ganas de dormir, cuando ya era de noche. La puerta estaba trancada, y por eso la golpeó con impaciencia para que le abrieran. Pero no le abrieron. Por el postigo de la ventana, una mujer que no era la suya, ni se llamaba Antonia, le dijo que Antonia se había mudado, pero que podía encontrarla en el baile del casino, dos calles más arriba, acompañando a la hija, que había ido a bailar con el novio. Y mi tío Antonio, que jamás había ido a un baile, ni nunca había bailado, porque pensaba que el baile era la máxima expresión del ridículo, fue hasta la puerta del salón de baile, y allí se sentó sobre la maleta, en la calle, a la espera de poder encontrar a los suyos, o de ser reconocido por alguien. En menos de cinco minutos todo se precipitó: la música paró, y mi tía, mi prima y mis primos, que también estaban divirtiéndose, salieron llorando de alegría para darle mil abrazos y mil besos al padre respetado que regresaba de aquella manera tan sorprendente... Antes de meterse en la cama, mi tío Antonio pudo saber con satisfacción que aquella casa nueva, en la que iba a dormir, había sido comprada con el dinero bien administrado que él había ido mandando desde Buenos Aires; y pudo ver con sus ojos, con más detenimiento, admirado, cómo habían crecido sus hijos; pero al mismo tiempo se sintió incómodo con tanta lágrima, tanto abrazo, tanto beso y tanta blandura adulcorada. Y por esa incomodidad pegajosa, y sin deshacer la maleta, al día siguiente, por la mañana temprano, se fue para Cuba, donde volvió a vivir solo y tranquilo, sin nadie que lo besara, gracias a Dios, durante otros quince años...