martes, 5 de abril de 2011

0086

Tiré la toalla. Abandoné todo y a todos, y decidí ser yo mismo, de una vez por todas, contra viento y marea. Coloqué la vieja tarjeta de don Blas Pérez González (con la dirección y los teléfonos de don Esteban) en una cartera nueva; le pedí a doña Esperanza Spínola una carta de presentación para Concha Piquer; y conseguí que don Luis Benítez Inglott, abogado y cronista de Las Palmas, me diera otra carta de presentación para Claudio de la Torre. Y con eso (una tarjeta y dos cartas) hice mi primer viaje en avión, desde Gando a Barajas, con escala en Casablanca, que no era una ciudad española sino marroquí. Amanecí en la Puerta del Sol, por fin, sin saber cómo, como si amaneciera en un sueño antiguo y apagado. Pues nada era como había soñado. La plaza imaginada no era una plaza, y sí el cruce de dos calles mal cruzadas. La puerta para llegar al Sol sencillamente no existía. Y puertas grandes, que pudieran llamar la atención, o impresionar, sólo había una: la de la Dirección General de la Policía, por la que se entraba a lo más oscuro y temido de la dictadura. Pero, pese a todo, no llegué a decepcionarme. Viendo los escaparates llenos de embutidos, o de sombreros, o de medias y calcetines, o de dulces baratos; oliendo aquellos olores de cosas fritas y refritas; tomando aquel café con leche aguada; comiendo churros grasientos y pan seco con mantequilla derretida, sentí lo que nunca había sentido: la emoción de ser español. El corazón de España era aquello: una cosa vieja y sin barrer, fea, que olía y sabía mal, pero que despertaba un extraño sentimiento de pertenencia y de orgullo sin fundamento.